Un cuento sin acabar

Las pantallas que se espiran y brillan fueron dando forma a aquello que nadie quería nombrar, a ciencia cierta, como parte del paisaje que los encontraba reunidos. El pasado, el presente y el futuro se ponían en jaque con cada palabra, cada gota que caía por sus mejillas y con cada extremidad posada sobre el otro. Nadie quería estar ahí, ni el más desquiciado, ni el más fuerte, ni el más débil, pero sin embargo se encontraron todos juntos. Cientos de almas sin palabras en la boca, pero con el cuerpo lleno de preguntas, preguntas sin contestar, preguntas abiertas, preguntas insólitas, preguntas.
La duda, el rencor, el amor, el odio, al desazón y la esperanza -¿esperanza de qué?- marcaban sus rumbos y acongojaban a sus corazones. Nada más puro que ese estado, dónde todo vale pero nada está permitido. Lo cercano, lo lejano, barreras que se iban rompiendo solas como las olas del mar picado, que se va chocando contra sí mismo, y no sabe cuál es su rumbo.
Cómo, cuándo, dónde, por qué… no importaban, nadie quería saberlo. Ni el más morboso quería estar ahí, quizás los débiles y los fuertes encontraron en su unión un motivo para encontrarse. Pero no, no bastaba, nada alcanzaba ese día, ni el que viniese, ni los que faltaban.
Si algo habrían de aprender es que su comunión era la única esperanza, el único consuelo a tales efectos, también. Si algo deseaban no haber aprendido, era el conocimiento de la falta que les hacía. Hueco, agujero negro.  Ese recoveco que nunca iban a poder llenar, ni con masilla ni con nada, tal vez, emparchar… pero sólo con recuerdos. Extrañar y amar, son dos caras de la misma moneda, uno nunca sabe en el caraceca de qué lado va a caer el metal, pero aun así no tenemos más opción que esperar a que ese círculo flotante y girante caiga y detone la verdad.

Qué más esperar, qué más desear, de su vida, de su canción… su sonrisa, el faro al norte, al sur, o a dónde se quiera andar.

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