La Estación
En la estación la pérdida de tiempo era inconmensurable, el reloj daba vueltas inconexamente, avanzaba, retrocedía, se detenía y volvía a arrancar. Ese vaivén de la vida era la más clara muestra de que lo que fuera a pasar era importante, y que la espera merecía la pena. Un cuento de Cortázar alivianaba la espera, pero ese suéter asesino parecía muy caluroso. El muchacho, de unos veintipico de años que estaba a mi izquierda no paraba de balbucear las letras que casi no sabía mientras escuchaba su walkman (se ve que le gustaba la onda retro, porque usar un walkman en estos años es algo raro). Mi memoria es vaga, pero recuerdo a una señora abanicándose y yo, deseoso de viento fresco quería pedirle si me prestaba aquel artefacto, pero no (creía que era inoportuno); luego me planteé alquilárselo, a lo que pensé que sería una usura y me enoje con ella, por eso cuando pase por su lado la miré con desdén, le sonreí falsamente y murmuré varios insultos en italiano que recientemente había aprendido. La soledad es una gran compañera y el mejor refresco puede ser un pedazo de sombra, pero esa tarde estival todo sofocaba, nada daba paz ni refresco.
Las horas no pasaban. El tren no viene, de lejos una voz familiar, era la
vieja locutora de la estación, la misma que cuando tenía 7 años, que con su
dulce tono anuncia (y aquí pensé que la que hablaba era una ogra) que el tren
había descarrilado a 57,5 km de la ciudad y que habría una demora aproximada de
8 hs, debido a los peritajes y todo el operativo montado: yo ya no era el
mismo. De pronto el calor y las letras del libro se hicieron una mala mezcla,
mi cabeza parecía una sartén con manteca adentro, ya gratinada empezando
evaporarse, y junto a la manteca se evaporaba mi cerebro. En eso me acordé que
yo también llevaba un pequeño artefacto con posibilidad de escuchar música. Un
poco de música del flaco hizo el rato, otra vez, pasajero. Estaba claro que no
me iba a mover de la estación, decirle a un ansioso que tiene que esperar algo
8 horas no es motivo para que se mueva de su lugar, porque sabe que a esa
altura su suerte va a hacer que el tren se reacomode y llegué en 20 o 30
minutos, y estando fuera del predio lo perdería. Así que dispuesto a quedarme
sentado mirando el… aire me acomodé puse el volumen no muy fuerte para poder
escuchar indicaciones y por qué no, chusmear
un poco las conversaciones ajenas.
Creo que en mi mente eran las 6, es decir, faltarían unas 7 horas y media para
que llegué el tren y ahí, el sol, el calor, el viento (caliente), una señora
desmayada, la gente gritando; primer lección, cuando alguien se desmaya lo
último que hay que hacer es sofocarle mediante una masiva avalancha de
“entrenados en la cuestión de reanimar”… definitivamente las cosas empeoran. Me
fui adentro a ver si podía comprarme algo fresco, un helado, o una gaseosa, o
un helado de gaseosa, y de paso pedir un poco de azúcar para la señora. Una
señora de un porte prominente, que sorprendió a todos cuando cayó desplomada;
el marido, unos 20 centímetros más petiso ni siquiera atinó a agarrarla, se
limitó a mirar, sonreír y decir “yo te lo dije”; seguramente habían discutido
porque ella no quiso almorzar en el apuro de armar las valijas y él si quería
hacerlo. No se imaginan las cosas que pasan por la cabeza de una persona cuando
el calor y el aburrimiento se juntan. Luego de reanimar a la señora, un grupo
de victoriosos héroes decidieron sacarse una foto con ella, el muchacho del
walkman miraba con una mirada de desprecio en clave snob.
Finalizado el momento de preocupación por la desdichada, procedí a tomar
una (nueva) decisión imprudente. Acomodé mi bolso contra la pared de alguna vieja
ventanilla de atención y procedí a recostarme para aliviar el sopor que
gobernaba mi cuerpo. No recuerdo cuanto habré dormido, pero sí que fue muy difícil
conciliar el sueño en medio de un ambiente cargado de tensión y humedad, gente
gritando por aquí, pasajeros indignados por allá, las gotas de transpiración
que bajaban desde mi frente, humectaban mi nariz, mis ojos y cachetes y seguían
su curso río abajo hasta la cascada formada por mi mentón donde luego de saltar
unos centímetros se evaporaban en ese aire denso que me rodeaba.
Pasadas algunas horas de descanso, reparé en que había menos personas a mí
alrededor, por lo que el temor a que mis mayores ansiedades se hayan cumplido
agitó mi respiración y casi me saca el corazón del pecho. Perdía el tren,
perdía una oportunidad más. Segundos, que parecían horas, después, nuevamente
la dulce y ronca voz del megáfono anunciaba que el tren se encontraba próximo a
retomar su ruta hacia la ciudad, y que pronto nuestro viaje estaría por
comenzar. Una bocanada de aire, y el alma había vuelto al cuerpo, mis fantasías
se desvanecían en el aire como esas gotas de sudor que manaban de mi rostro.
La soledad y la espera llegaron a su fin, y allí comenzaría una nueva
etapa. Un viaje de ida sin pasaje de retorno, pero con una compañía inigualable.
Siempre es lindo viajar acompañado, cuando sabés esperar solo.
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